NUBES EN EL MAR
D E L A Z U L A L AMA R I L L O
Por Santiago Forn
Director de E
L
C
ABALLO
A
NGLO
-
ÁRABE
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coro de El Tropicana y sus principales aspira-
ciones eran cantar boleros y conocer París.
Cuando El Tropicana cerró, nos fuimos los
cuatro a bailar en la cubierta de un barco
atracado permanentemente en la Marina de
Hemingway, cerca de La Habana. Me contó y
cantó muchas historias sobre su vida, o quizás
sobre la vida que le hubiera gustado tener. En
mis intervenciones me encargué de demostrar
con gestos y palabras que no era un turista
más en búsqueda de una historia de amor
fugaz.
En aquel tiempo La Habana, y creo que Cu-
ba en general, permanecía abierta las veinti-
cuatro horas del día, y era el exceso de ron o
el cansancio, y generalmente ambas cosas, lo
único que determinaba cuándo terminaba una
noche.
Me cogió de la mano -ven voy a enseñarte
algo.
Estábamos al borde del pantalán de pie so-
bre un suelo de hierba fresca. Sus dos manos
se posaron en la solapa de mi chaqueta, y tiró
suave de mí, acercando mi cara a la suya, en
lo que yo supuse era el “tiempo uno” de un
gran beso.
Dio un giro, y cuando yo estaba de espaldas
a la bahía, me dijo:
- Aquí es donde por última vez vieron a
Maurice, un turista francés que desapareció
misteriosamente. Yo estaba con él. Nunca se
ha sabido de su paradero. Es por eso que algu-
nos me llaman La Bruja.
- ¿Vas a hacerme desaparecer a mí también?
- No seas bobo. Estoy hablando en serio. Yo
no tuve nada que ver con eso, pero desde en-
tonces... nada ha sido ya igual para mí.
- Lo siento. ¿Puedo hacer algo?
- No, nada. Aquí nadie puede hacer nada
por nadie. Lo único que te pido es que me en-
víes una postal desde París, y en ella me digas
que me crees.
Las catorce horas que pasé con María fueron
una especie de sueño, y tanto es así que con
el tiempo hay algunas partes de este encuen-
tro que no sé si son reales o las he imaginado
C
Charly estaba muy entretenido con una mula-
ta que no paraba de besarle el cuello y llenar
su copa de ron viejo. Mientras, yo terminaba
una buena lubina. En aquellos años, El Tropi-
cana era de los pocos cabarets del mundo en
los que se comía bien.
La acompañante de mi amigo me pregunta-
ba reiteradamente si quería conocer a al-
guien, a lo que yo respondía, prácticamente
sin levantar la vista del plato, con un movi-
miento de cabeza de izquierda a derecha, ya
casi mecánico, a todo lo que me proponía. Su
insistencia recabó finalmente mi atención.
- ¿Quieres conocer a una mujer bruja?
Encogí los hombros al tiempo que deslizaba
los cubiertos sobre las espinas limpias de mi
plato. Eso fue suficiente para que se levanta-
ra por un momento de la silla que compartía
con Charly, para regresar acompañada de una
chica más alta, más joven y, sobre todo, mu-
cho más guapa que ella.
- Te presento a María.
Me incorporé, acerqué mi mano derecha
abierta a la suya mientras con la izquierda
aparté de la mesa una silla de terciopelo rosa
ofreciéndosela.
- ¿Quieres tomar algo?
- No, no quiero nada. ¿Por qué quieres cono-
cerme?
- Tu amiga me ha dicho que te llaman La
Bruja y tengo curiosidad por saber el porqué.
- ¿No te ha decepcionado que no llegara
montada en una escoba?
- No. Imagino que la escoba es solo para
desplazamientos largos.
- Mira. No te confundas. Yo no voy a...
- No , yo no me confundo, y espero que no
lo hagas tú tampoco. He venido a la isla bási-
camente a bucear y a comer langosta... y no
a...
Nuestras cartas estaban sobre la mesa y am-
bos nos declaramos con pareja, así que el
tiempo que nos íbamos a dedicar el uno al
otro, en principio, no tendría ningún exceso
de afecto.
Era cantante. Actuaba como suplente en el