D E L A Z U L A L AMA R I L L O
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Por Santiago Forn
Director de E
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ABALLO
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ÁRABE
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El día que D. Luis, salesiano del Santo Ángel, me pegó furiosa-
mente con el mango de su campana de bronce en la cabeza, por
haberme apartado de la rigurosa hilera que nos conducía al co-
medor, mis piernas se doblaron de dolor, pero no me arrodillé.
Estaba solo, interno, débil, pero juré con una mirada nublada
por lágrimas de niño de ocho años que no lo perdonaría jamás,
como así ha sido, aunque de su insignificante persona me haya
olvidado por completo.
Gracias a D. Luis descubrí muy pronto cuál sería una de las ca-
racterísticas, que no sé si virtud o defecto, que me acompañaría el
resto de mi vida. No crean que tengo un gran concepto de mí, pero
les puedo asegurar que no recuerdo la vez en que, teniendo razón,
haya renunciado a defenderla. Esto implica la mayoría de veces re-
sistir apretando fuerte los dientes y, otras, los puños dentro del
bolsillo de tu gabán para que ellos crean que llevas un puñal.
Tantas como Sabina tardó en olvidarla, quinientas noches, son
las que pasan aproximadamente desde que una yegua es insemi-
nada hasta que el potro puede destetarse y, por tanto, ofrecerse
a un potencial comprador. Mucho tiempo y siempre con los dedos
cruzados para que llegue a término, y nazca bien, y si lo hace
que, ¡por Dios!, sea sano, grande, fuerte y bello.
Este año, les confieso que he llegado a plantearme la posibili-
dad de dar un paso atrás en el tema de la cría de caballos, pero
recordé a D. Luis, el de la campana, y me dije: “creo que estás
haciendo las cosas bien. Vamos a seguir y, con algo de suerte,
nuestro sueño de ver un caballo criado “en casa” pasar primero
la meta con las orejas pinadas para atrás, será una imagen que
nos acompañará siempre”.
Recuerdo ahora a Gálvez, no tuvo nunca fortuna, y siempre es-
taba dispuesto a soñar tirando para delante. Por cierto, ¿les he
contado en alguna ocasión la historia de mi querido Gálvez?
Antes de salir de Miami, Javier y su primo nos invitaron a ce-
nar. Ambos coincidieron en advertirnos de que, en nuestro inmi-
nente viaje a Cancún, no visitáramos un local de dudosa reputa-
ción llamado “Chilly Willys”.
Llegamos al bungalow del hotel en que nos íbamos a alojar las
tres noches que duraba nuestra estancia en Mexico, aquel espec-
tacular verano del 88, y la primera acción de Carlos, sin consul-
tar, porque en aquellos días no había necesidad de consultar, fue
pedir un taxi para ir directamente al “Chilly Willys”, donde se
anunciaba, entre otras atracciones, un combate de lucha femeni-
na sobre barro.
Al pasar por delante del apartamento número cinco, un tipo
con pantalones de lino y sin camisa, borracho como una cuba,
nos invitó a pasar a beber tequila. Guillermo no lo dudó, “vamos
a ver qué hay”, el resto, que íbamos ya por culpa de los cócteles
de bienvenida a media máquina, le seguimos a aquella gran habi-
tación del lujoso hotel donde nuestro improvisado anfitrión se
presentó como “Gálvez, de Puerto Rico, beban unos tequilas con-
migo”. Varias botellas de tequila cien por cien de agave azul es-
taban esparcidas en la cama y muchos vasos medianos formaban
círculos sobre la mesa de la suite. Brindamos, y tras beber de un
trago nuestro primer tequilazo (ni sal ni limón, por supuesto),
nos mostró la esquina de la estancia donde él iba estrellando los
vasos con fuerza al tiempo que exhalaba con energía todo el aire
de sus pulmones con su bocaza abierta de par en par, para gritar
“¡Viva Mexicooooo!”. Guillermo lo secundó inmediatamente en
todo, haciendo la variación: “¡Viva Zapataaaaa!”.
Así conocimos a Gálvez de Puerto Rico, al que dejamos con su
monumental tajada y del que pensamos nunca más sabríamos, ya
que la puerta de su habitación permaneció cerrada el resto de
nuestra estancia en aquel hotel de un Cancún que empezaba a
construirse para los turistas.
Pasaron dos años y unos días, y Gálvez de Puerto Rico, ¡increí-
ble!, estaba en la barra del Schooner de Cayo Hueso, Florida, to-
mando un sandwich de pescado acompañado de una Doble X fría.
No nos lo podíamos creer. Y mucho más nos costó entender cómo
Gálvez nos reconocería tan pronto. No fue necesario recordarle el
episodio del Sheraton de Cancún. Al momento estábamos de nuevo
sentados en una mesa tomando tequila, esta vez con limón y sal, y
sin estampar los vasos contra la pared. Nada avergonzado nos con-
tó que tuvo que pagar una buena factura por los desperfectos de
su habitación .Algo que ya tiene previsto cuando viaja a México.
Éste fue el primer reencuentro con Gálvez, un personaje que
hacía que una noche cualquiera se convirtiera en un viaje siem-
pre al límite, porque así vivía él, al límite de lo permitido por el
cuerpo y por la ley. Su vulgaridad aparente la apaciguaba con to-
ques de experiencia mundana y con mucha clase corregía a quien
no respetaba algunos códigos sagrados para él.
“No te saques el panamá por la corona, hazlo por el ala o des-
trozarás tu sombrero”. “La mayoría de steak tartare los estrope-
an por el exceso de cebolla y el mal brandi”. “Asegúrate de que
la aceituna que te sirven con el Dry Martini esté deshuesada pero
nunca rellena”. “Cuando miren tus zapatos puede que adivinen a
dónde vas, pero nunca deben desvelar de dónde vienes”. Son al-
gunas de las frases que pronunció nuestro Gálvez, un personaje
intrigante y contradictorio, que decía poseer la solución para que
España, que él consideraba una isla más del Caribe, pasara a ser
el destino, al menos una vez en la vida, de todos los gringos.
Su idea me la contó varias veces, siempre con innovaciones, y
se apasionaba furiosamente con ella, como si la hubiera patenta-
do. Perdía algo de su tranquilidad, se secaba el sudor de la fren-
te con un pañuelo blanco, apagaba el cigarrillo para poder libe-
rar ambas manos, y se disparaba:
“Miren, a mí los carros dejaron de interesarme cuando en el
67 dejó de fabricarse el Corvette C2. Éste fue el último que real-
mente puede hacer que un hombre pierda la cabeza. Me iría aho-
ra mismo en uno, por la “treinta y cinco” desde San Antonio has-
ta cruzar la frontera de México por Laredo. Unas cervezas, un
poco de plata y nada más. Una aventura así la deben probar una
vez en la vida. Muchos lo hacen. Y casi todos regresan (aquí
siempre ríe). En estados Unidos, y en Europa también, seguro,
hay muchas personas a quienes les apasionan los coches clásicos.
El problema es, y en caso de los cabriolés aún más, ¿dónde dis-
frutarlos? Si en España fueran capaces de ponerse de acuerdo pa-
ra trazar una ruta que diera la vuelta a toda la península (él de-
cía isla) bordeando el mar... esto sería la bomba. Nadie querría
irse de este mundo si haber dado la vuelta a España. Además
(aquí es cuando la historia me parece más interesante), habrá
que hacer un carril adicional en un lado, completamente aislado
y protegido de los vehículos a motor, sin asfalto, con vallas de
protección, para que quien quiera pueda hacerlo a caballo. Es el
futuro de su país (él y sus tequilas... convencido que sería reali-
dad). No entiendo que aún no se haya hecho”.
Querido Gálvez, ya ves, cumplo mi promesa de contar tu idea.
Ahora cumple tú la tuya, de visitarnos para comprobar que Espa-
ña no es una isla. Si lo haces pronto, verás que en el norte limita
con Francia.
LA IDEA
DE GÁLVEZ