DEL AZUL AL AMARILLO
N
ada iba a molestarme esta tarde en mi paseo en
gabarra por el río Dordoña. Tan solo la pareja de
enamorados que compartían viaje me distrajo un instante al
pedirme que les hiciera una fotografía. Les hice dos. Una a
ambos, que es la que me pedían, y otra solamente a ella, lo
más cerca de los ojos que me permitía el zoom de su cáma-
ra, que es la que me apetecía. Esta tarde no quería pensar
en nada, solamente corroborar, una vez más, que lo mejor
que nos ofrece la vida es gratis. Había comido una excelen-
te ensalada Perigoudine en un restaurante de Issigeac, que
acompañé con un Pomerol de 2008, que no es precisamen-
te gratis, pero ayuda a descontrolar el placer y adormece a
los demonios. Cerca de la orilla, las mamás pato guiaban a
sus pequeños enseñándoles a nadar contra corriente. Bue-
na lección, pensé. En la vida, los ratos interesantes muchas
veces aparecen precisamente cuando vamos a contraco-
rriente. Criar caballos puede que sea un buen ejemplo de
ello.
Es una tarde muy calurosa, como lo han sido la mayoría
de este mes de agosto, y el olor de la madera vieja impreg-
nada de brea ejercía su poder melancólico a la perfección.
Nos cruzamos en un par de ocasiones con grupos de pira-
güistas que nos saludan efusivamente para compartir la for-
tuna de encontrarse en aquel paraje tan privilegiado.
Al timón, un hombre de mediana edad con gorra que po-
día ser de marino, guarda forestal o ferroviario, pero nunca
de jugador de béisbol, manejaba con la misma despreocu-
pación que destreza el rumbo de la embarcación. Su habili-
dad le permitía al mismo tiempo ejercer su función de guía
explicando las características de la ruta. No quería que nada
estorbara mi calma ni distrajera mis pensamientos, así que
le dije que había hecho este trayecto en un par de ocasio-
nes y ya me conocía el nombre de todos los peces que na-
daban en aquellas aguas.
Entendió rápidamente y, por cambiar a una conversación
que pudiera interesarme, me preguntó si sabía que aquella
vieja embarcación de madera pertenecía a un falsificador
de cuadros.
- ¿Cómo?
- Sí. Un pintor que se dedicaba a vender obras con la fir-
ma de otros. No se trata de alguien que copiara cuadros de
Picasso o Van Gogh, sino de un pintor que se apropió de la
personalidad de tres artistas de cotización media, para no
llamar la atención, y que estaban ya fallecidos, para que no
reclamasen. Él imitaba su estilo y simplemente se encargó
de “ampliar” su obra. Cada cuadrito podría costar entre mil
y mil quinientos dólares. Tenía cierto éxito hasta la llegada
de internet. Entonces se forró. La mercancía se vendía co-
mo panes calientes. En esa época compró la gabarra y
montó aquí su estudio. Donde está sentado usted era el si-
tio preferido para los paisajes. Mientras que si se trataba de
una obra que requería modelo, prefería esta parte de popa.
Aunque últimamente la mayoría los hacía a partir de foto-
grafías. Los aficionados a los caballos, me dijo un día el pin-
tor marino, son los mejores clientes. Compran compulsiva-
mente. Pero pintar caballos no es fácil, eso ya lo sabe.
- ¿Cómo conoce usted mi afición a los caballos?
- Porque aunque usted finja estar distraído y no importar-
le nada de lo que pasa más allá del ala de su sombrero,
cuando hemos oído aquel relincho ha girado el cuello en su
búsqueda. Casi se lo parte. Vamos, igual que cuando ha pa-
sado la monitora de piragua en maillot.
- ¿Y qué ha sido del pintor?
- Ya le digo que internet le trajo grandes beneficios, que
pronto le permitirían firmar con su propio nombre los óleos,
pero también sirvió para que el familiar de uno de los pla-
giados diera con él. Le amenazó con denunciarlo si no com-
partían beneficios. El individuo, un médico que vivía en Pa-
rís y era asiduo del casino, empezó a presionarle para que
aumentara también los precios, pero principalmente la pro-
ducción, y... pasó lo inevitable.
Ya no hice más preguntas. Conocer en qué consistía lo
“inevitable” supongo debería formar parte de mi presunta
experiencia mundana. Arribamos al embarcadero y, antes
de bajar de un salto para atar los cabos en los amarres, me
tendió la mano a la vez que me deseaba “bonne journée
Monsieur”. No me sorprendió ver que en cada nudillo de
sus dedos huesudos había un número tatuado, y tampoco
el olor a disolvente que desprendía. Formaba parte de lo
“inevitable”.
A propósito del relincho, a orillas de este río, y aún más
en las de los vecinos Lot y Garona, con los que confluye en
Burdeos formando el mayor estuario de Europa, han nacido
algunos de los mejores Anglo-árabes de la historia, y perso-
nas como Louis Delieux, que murió el pasado mes de sep-
tiembre, a los cien años, uno de los pioneros de esta cría.
Monsieur Delieux fue el criador del semental “Quatar de
Plape”, que todos ustedes conocen.
Me gusta pensar que, sin proponérnoslo, somos conti-
nuadores de las bellas historias que iniciaron personas co-
mo M. Louis Delieux. En la Gran Semana Anglo-árabe han
competido y han sido juzgados algunos caballos cuya tela-
raña genealógica está impregnada de esfuerzo e ilusión de
viejos criadores, que llenos de dudas, como nosotros, abor-
daban empresas aparentemente contra corriente, como las
mamás pato, como el pintor del río, como nosotros.
Santiago Forn
Director de El Caballo Anglo-árabe
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