DEL AZUL A
D
esvié mi mirada hacia la copa de vino para
que se diera cuenta de que su conversación
no me interesaba lo más mínimo, pero a aquel perso-
naje eso le daba igual. Siguió vehementemente con
su discurso como si creyera que dejar de hablar signi-
ficara desaparecer de la Tierra.
Tantas cosas interesantes a mi alrededor esta no-
che y me toca aguantar a este trasnochado galán, de
cabello teñido, traje azul marino y corbata de seda ro-
sa, que de vez en cuando, para que no te pierdas na-
da , apoya sus palabras con golpecitos en el hoyuelo
indefenso que tenemos entre pecho y hombro.
Nos iba dando lecciones hípicas sin que nadie se
las hubiera pedido, y pronto fue encasillándose en su
personaje refiriéndose a jinetes importantes utilizan-
do su nombre de pila, como si se tratara de íntimos
amigos, a los cuales conocía incluso desde antes de
que nosotros hubiéramos nacido.
Iba acompañado de una mujer, a la cual nos presen-
tó hablando de ella como un vendedor del mercado
de los miércoles de mi pueblo. Al final, para colmar
sus virtudes, dijo: “...además, tiene la carrera de Filo-
logía”. Ella escuchaba la descripción que hacía de su
persona aparentemente complacida, sin inmutarse.
Era evidente de que se trataba de una mujer sin
autoestima y estúpida. No solo por presentarse en
una fiesta acompañada por ese tipo, sino por permi-
tir que la vendiera en público de aquella manera. Aun-
que, si lo piensas, probablemente se trataba, una vez
más, de alguien con un mundo pequeño, donde sus
opciones creía reducidas a energúmenos como aquel
que la acompañaba esa noche.
Mi única preocupación era evitar que aquel grupo
de sufridores quedase reducido a un trío y de ahí no
se sale fácilmente, porque te sientes atornillado co-
mo la imprescindible pata de un taburete.
Describo estas situaciones, como lecciones hípicas
a cambio de paciencia. Raramente dicen nada que no
hayamos oído antes, y su discurso, por lo general ne-
gativo, va degenerando en lo ambiguo hasta el punto
de perder el hilo, la aguja, y el costurero entero.
Desde el otro lado de la barra del bar de catering,
se levantó un brazo que agitándose con la mano
abierta reclamaba a nuestro predicador. Se trataba de
mi amigo Felipe que, dándose cuenta de la situación
-porque estas situaciones se adivinan a una barra de
distancia-, iba en misión de rescate. Entonces se pro-
dujo algo tan habitual como imprevisto, y es que la
noche dio un vuelco radical lleno de posibilidades, co-
mo cuando una sirena olvida ponerse la cola de pez.
Nuestro personaje nos abandonó, pidiendo antes
perdón por todo lo que nos íbamos a perder, olvidán-
dose allí a la filóloga rubia.
Recompuse mi chaqueta, estiré las mangas de la
camisa que se habían ido encogiendo tanto como mi
ánimo, y tomé la copa para brindar con la chica, sin
plantearme siquiera si se trataba de un adiós o un
nuevo comienzo.
Ante la posibilidad de verse sola entre desconoci-
dos en un bar, estuvo rápida de reflejos y debió pen-
sar que mientras no encontrara nada mejor hablaría
con éste -que era yo-.
- No soy filóloga, soy profesora de inglés.
- Y él no es tu novio, es tu representante, que cono-
ciste en un barco del que no había posibilidad de es-
capar.
- Eres un maleducado.
- Sí, puede que lo sea, pero aquí no veo el mar por
ninguna parte y esto no es un barco, así que puedes
irte cuando quieras.
- ¿Y por qué no te vas tú?
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Nos iba dando
lecciones hípicas sin
que nadie se las hubiera
pedido, y pronto fue
encasillándose en su
personaje refiriéndose a
jinetes importantes
utilizando su nombre
de pila”
Hacer el mundo más grande