DEL AZUL A
N
o sé yo si algo de lo que ocurre en mi peque-
ña y desgastada vida puede ser de interés en
un momento tan complicado para España. Da cierto
pudor creer que alguien tendrá la frívola idea de dedi-
car su tiempo a este rincón de la revista. En cualquier
caso, puedo escudarme en que el acto de leer, excep-
tuando escuela y notaría, es voluntario, libre y, salvo
si se trata de este autor, siempre aconsejable.
A pesar de todo lo que está pasando, y del miedo
que da lo que puede pasar, en nuestros caminos si-
guen sucediendo pequeñas cosas que nos animan a
continuar andando, y para no romper el hilo de este
número dedicado a la Gran Semana Anglo-árabe, les
contaré tres historias, por el precio de una. Una de
viajes, una de amistad y, claro, una de amor.
LA DE VIAJES
Ya se acercaba la hora de ir a la estación para subir-
me al tren de las 16:49 que iba a llevarme a Sevilla.
Tenía mi coche estacionado en un parking, así que in-
troduje el tique en el cajero. Éste me indicó el “impor-
te a pagar” y empecé a introducir monedas que iba
rescatando del fondo de mi bolsillo con la mano dere-
cha, mientras la izquierda sujetaba mi maleta de viaje.
Cuando la pantallita marcaba que faltaban cinco cén-
timos terminó mi provisión de fondos. Haciendo ma-
labarismos, saque mi cartera y opté por introducir la
tarjeta de crédito para completar o cambiar de siste-
ma de pago, pero la máquina no me dejaba abonar
con plástico porque estaba la operación iniciada en
metálico. Mientras, se iba generando cola que mur-
muraba. De momento solo hacía eso, murmurar, mi-
rar el reloj y moverse de manera nerviosa. Lógico. Yo
había revisado concienzudamente el metro cuadrado
de fachada de parquímetro y no había pulsador para
anular la operación o algo parecido, así que pensaba
“cómo desde atrás aparezca un dedo que pulsa un
botón, lo corto”. Ya no podían más. Ya los estaba es-
perando. Empezaron a darme consignas. Y yo empe-
cé a lanzar miradas como cuchillos.
- Faltan cinco céntimos -me dijo la más joven de mi
grupo de asesores sobre parquímetros.
- Mira, soy un abogado que gana una media de diez
juicios al mes, hago el amor cuatro veces a la sema-
na y monto dos caballos todos los días (dos mentiras
y una exageración), así que no me trates como si fue-
ra incapaz de entender cómo funciona un cajero de
parking.
- ¡Tenga!
Una señora acababa de ofrecerme cinco céntimos,
al tiempo que decía a su amiga de compras, “prefie-
ro darle la moneda a seguir esperando”.
La introduje, recogí el tique, le di las gracias a la se-
ñora adefesio que me trataba como si yo fuera un
adefesio (un abrazo cariñoso a todos los que entien-
den perfectamente a que me refiero) y, por fin, y gra-
cias a la estúpida a la que encima tuve que agradecer
su caridad, pude llegar a tiempo para coger el AVE de
las cinco menos diez. En vagón “Silencio”, que no
respetaba nadie, por cierto, pero como he prometido
encabronarme solamente una vez al día, y hoy ya la
había gastado, me callé y aguanté. Suelo ser un tipo
de palabra, incluso conmigo.
La de amistad es mejor, se lo aseguro.
LA DE AMISTAD
Trata sobre cómo un viejo brigada se apiadó de dos
soldados, pertenecientes a divisiones distintas, que
compartían trinchera y se habían quedado sin muni-
ción justo antes de la gran batalla.
Hace unos cuatro años, durante la Gran Semana
Anglo-árabe, entonces en Pineda, se me acercó un
señor, que aun no siendo muy mayor sí tenía aspecto
de entrañable abuelo. -Soy Robert y veo que usted se
encarga un poco de esto... Me preguntó algo más,
sobre si su ubicación era la correcta para no molestar
y compartimos un rato estupendo. Yo me di cuenta
de que por encima de todo estaba con una buena
persona y así se lo dije. Entablamos una conversación
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