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>www.angloarabe.netDEL AZUL AL AMARILLO
J
immy es un instructor de vuelo con el que tengo un
acuerdo, y es que cuando pasa con su avioneta cer-
ca de la pista de casa, si estoy montando, yo le saludo con
el brazo y él me corresponde marcando un círculo en el aire.
Irremediablemente cada vez que se produce la escena re-
cuerdo
Memorias de África
, un libro, y película después, que
maldita sea, ha conseguido que cualquier otro amor, cual-
quier vida, e incluso cualquier muerte, parezcan vulgares.
A veces, sin embargo, a nuestro alrededor acontecen his-
torias que, probablemente por ser nuestras, no valoramos
como excepcionales, cuando en realidad lo son. Hace muy
pocos días he vivido la culminación de una de ellas, y es tan
bella que, si no se lo parece, es porque no la he sabido con-
tar como se merece, créame, no porque no lo sea.
Había llegado el momento del parto de la primera de las
yeguas de cría que compré en Alemania. Han pasado diez
años desde aquel mes de mayo al que mucho se parece es-
te octubre... El parto fue normal. Espontáneo y sin compli-
caciones aparentes. Una potra negra, de buena alzada, fina,
con la clase prevista, algo cabezona, de orejas grandes, y
muy sociable. El segundo día de vida lo pasó prácticamente
entero tumbada descansando. Se dejaba acariciar, era tan
distinta a todos los potros que había visto nacer... Pensaba
yo entonces que por fin había conseguido mi objetivo de
criar caballos tranquilos sin perder la calidad aparente.
Cuando ya estaba alejándome del box para incorporarme a
mi rutina de trabajo, ajena a los caballos, me di la vuelta. De
repente un pellizco de alerta en mi cabeza me avisó de que
algo no marchaba bien. Intenté levantar a la potra, primero
con suavidad para no estresar su despertar y ya, a la vista
de su pasividad, más contundentemente. No estaba bien.
La madre tenía las ubres cargadas de leche. No había ma-
mado en varias horas. Llamé entonces al veterinario y lo es-
peré sin moverme de las cuadras.
Tras revisarla y hacerle un análisis de sangre me lanzó su
diagnóstico: “Esta potra tiene un problema serio. Lleva
tiempo sin mamar. Probablemente no haya tomado el ca-
lostro. Ha perdido incluso el instinto de succión”. Y, como
entre él y yo existe la confianza que forjan más de veinte
años de colaboración, concluyó: “Voy a ponerle suero, pero
no se salvará. Prepárate para lo peor. Lo siento”.
Seamos prácticos, pensé yo, estas cosas pasan en la
cría. Otros potros han muerto, por diarrea, por artritis sépti-
ca, por otras complicaciones propias de neonatos... es una
simple cuestión de probabilidades. Llamé entonces a Ra-
món, que era quien se encargaba de la alimentación de los
caballos y del resto de trabajos de la finca, y le pedí que
preparara una pequeña zanja, para sepultar el primer paso
del nuevo proyecto de cría que de desafortunada manera
acababa de emprender.
Entonces llegó ella. La mujer con cara de niña y corazón
de ángel que iba a pasar la tarde conmigo disfrutando jun-
tos de este pequeño gran milagro que es ver de cerca la
existencia donde antes había la nada.
Al conocer la situación decidió, contra mi opinión, que-
darse toda la noche allí porque según me dijo, “no quiero
que muera sola”.
Allí la dejé -y esta es una imagen que espero tener la for-
tuna de que no se me borre en la vida- sentada en la paja
con la cabeza de la recién nacida apoyada en su regazo,
con los ojos cerrados y sin mover ni un solo músculo.
Desaprobé su decisión y me fui a dormir. Era una noche
fría y húmeda, nada favorable a una velada agradable. A las
siete en punto me despertaba mi teléfono. Sabía lo que iba
a oír. Tenía ya preparadas palabras para calmar el previsible
llanto.
- ¿Qué haces? ¿No piensas venir? Tengo que marchar al
trabajo. Ésta ya mama. Le cuesta mantenerse en pie, pero
ya bebe leche de la madre y tiene muy buen aspecto.
Se había pasado toda la noche ordeñando a la yegua, em-
butiéndole, literalmente, la leche en la boca con la ayuda de
un biberón. Su pantalón de montar verde estaba empapado
con paja pegada. No había dormido, pero ver renacer a la
potrita canalizó toda la fuerza de la Naturaleza hacia ella.
Sin grandes problemas añadidos sacamos adelante a la
pequeña, y cuando dejó de serlo tanto, su madre se la rega-
ló. Yo puse todas las facilidades para que así fuera. No po-
día ser de otra manera.
Pasados tres años, aquella potra se había convertido en
una magnífica yegua negra. Saltaba en el callejón y se des-
plazaba como ninguna hasta entonces había visto. En esta
época, su propietaria sufría tres intervenciones complica-
das en ambas caderas que le impedían llevar a cabo el pro-
yecto inicial de convertirla en su yegua de equitación, y aun-
que el doctor Collado consiguió que las operaciones fueran
un éxito, su vida como amazona estaba lógicamente com-
prometida. La yegua era grande, enérgica... y un caballo de
este alto nivel de competición no era el idóneo para reto-
mar su afición, que era, además, la pasión que nos había
unido.
Así que decidió, con no poco pesar, separarse de ella,
cediéndola a un jinete profesional para que la entrenara.
Progresó de manera sorprendente, disputando varias prue-
bas internacionales, entre ellas el Campeonato del Mundo
de CCE para Caballos Jóvenes, a los seis años.
Tenía yo aparcada, esperando una situación especial,
una dosis de semen congelado de un antiguo buen semen-
tal Anglo-árabe, y le pedí si me la dejaba utilizar para insemi-
nar y, mediante la técnica de transferencia de embriones,
obtener un descendiente de la prometedora yegua.
Así fue como nació una potra alazana muy pequeña -miste-
rios de la naturaleza- pero de gran belleza y excelente carácter.
Hoy, esta tarde, diez años y unos meses después de
aquella milagrosa noche, la amazona ha montado de nuevo,
estrenando botas, con la misma ilusión de cuando tenía
quince años.
Es una potra ideal para ella, de pequeña alzada y cariño-
sa. Y digo yo que es así porque esta fue la manera, la mejor
manera, de devolver a su dueña lo que debía.
A pesar del empeño de los hombres en hacer un mundo
imperfecto, la Naturaleza, tal como impone el río su cauce,
hace que al final todo avance en el sentido previsto por Dios.
Santiago Forn
Director de El Caballo Anglo-árabe
La deuda